miércoles, 4 de septiembre de 2013

Puente Peatonal.


No vio de donde salió.  El impacto fue brutal pues iba a mucho más de cien. El hombre pegó en el parabrisas, lo estrelló. Su cuerpo voló unos diez metros hacia delante por el aire y volvió a atropellarlo otra vez, pero ahora le pasó por encima. El auto se salió de la carretera y dio un trompo. Después del estruendo el silencio fue abrumador, solo la nube de polvo se movía por el viento.  Del paso de peatones elevado salieron tres personas corriendo, gritaban. Él tardó casi un minuto en salir del Jaguar, pues las bolsas de aire y el golpe lo dejaron conmocionado ¡Papá, papá! Lloraba uno de los que llegaron, un hombre de unos cincuenta años ¡Asesino! grito otro, como de treinta. Él estaba como de corcho, no podía decir nada. La cara desencajada revelaba el shock. ¡Era un buen hombre! ¿porqué lo mató? La noche era muy obscura y lloviznaba. No había tráfico. ¡Perdón, no lo vi. Es que se atravesó. ¡Criminal! dijo la chica sacando una pistola escuadra. ¡Ahora mismo llamamos a la federal! ¡Por dios, no fue mi culpa! ¡Claro que sí!, viene a exceso de velocidad. Aquí el limite es de ochenta ¿Por qué cruzó por la autopista si hay un puente peatonal? Ya estaba viejito y no podía subir escaleras, éste puente no tiene rampa de minusválidos. Lo queríamos mucho. Los tres del paso a desnivel lloraban casi a gritos, desconsolados. Ni crea que esto se puede arreglar, lo meteremos en la cárcel. Voy a revisarlo, soy medico, iba para el hospital ¡Ni se le ocurra tocarlo! Los tres se hicieron para atrás, muy sorprendidos y hablaron en voz baja entre ellos. Mire señor, la verdad es que estaba viejito y siempre se nos escapaba, no es tanto su culpa. Nos ha dado mucha lata siempre. Insisto en revisarlo, a lo mejor vive. ¡No! De verdad nos da mucha pena, el estaba muy enfermo y se salía a cada rato. Dénos dos mil pesos y nos vamos con el abuelito. ¡Desgraciados! Este hombre lleva varios días muerto, hasta lo cosieron para mantenerlo unido…

martes, 3 de septiembre de 2013

Autobús.



Las despedidas en la central camionera son patéticas. Ni que decir del olor de los pastes y los tamales. Yo no quería venir, pero mi esposa Julieta insistió. A los compadres, Rodrigo y Lisa, los queremos mucho, nos echaron la mano en tiempos difíciles y ahora nos tocaba corresponder. Con tanta boruca en Sinaloa tuvieron que venirse unos meses para acá, en lo que pasaba lo del secuestro. La conversación eludía claramente el adiós. “Que día tan soleado” o “¿cuántas horas son a Sinaloa?” se repetían con agobiante facilidad  Me dí cuenta que Julieta esquivaba la mirada de Rodrigo continuamente, como avergonzada. Ambas estaban realmente entristecidas y Lisa empezó a llorar al acercarse el momento de la salida. Yo sentía mucho su partida, pues en este tiempo mi relación con Rodrigo se había profundizado grandemente. El dolor de la perdida de su hijo lo había desmoronado por completo y encontró en mí  el apoyo de esa amistad antigua, que teníamos casi desde la adolescencia.  Lo abracé muy fuertemente y se me salieron las lágrimas en silencio; el sí lloró en voz alta. Lisa me dio apenas un abrazo superficial y evadió mi beso. Julieta no se acercó a Rodrigo, pero este terminó por alcanzarla y darle un abrazo que correspondió. Ellas, al  acercarse para la despedida final, casi instantáneamente se separaron y empezaron a llorar como entre convulsiones de dolor. Ambas dejaron de mirarse y se dieron la espalda mutuamente. Rodrigo tomó a Lisa por el brazo y se fue, mientras se despedía  con la mano, por el pasillo al autobús. Abracé a Julieta, que poco a poco se iba tranquilizando. Yo sabía lo mucho que sufriría esa separación. De la infidelidad vino el amor. Se amaban... las dos.

viernes, 1 de febrero de 2013

Defensa central.




Nunca te lo perdonaré. Yo no jugaba fútbol bien por que no me gustaba. Me ponías de defensa pues no sabia hacer nada. Cada gol, claro, era mi culpa. Los entrenamientos al sol candente no mejoraron nada. Nunca entendiste que ni físico, ni mi mente eran para eso. No soportaba regatear por el balón, los empujones siempre me parecieron odiosos. El contacto con los demás me agobiaba. Todos eran más fuertes que yo. Nunca entendí lo que era una falta, tenían que sacarte un ojo para que el árbitro silbara.  Mis rodillas prominetes y mis piernas flacas eran la risa de todos. Ya en el estadio Azteca podía sentirme mejor, yo solo era espectador.  Por la tele era horrible, nunca nadie jugaba a la altura de tus expectativas. Jugar en el campo era para mi aterrador, la alergia al pasto me agobiaba al punto de sentirme mareado. Ese tapete bordado de hojas verdes, siempre cortadas, expulsando la corrosiva clorofila me causaba un tremendo dolor en los codos, siempre purulentos por la reacción de mi piel. Los tiros de esquina me daban risa. Todos gritando como locos que querían la bola en su cabeza  cuando sabíamos que no seria capaz de ponerla en ningún sito. Claro, yo tiraba porque todos querían meter gol.
Cuando la volaba el desprecio de los demás que me daban la espalda para que fuera por ella me lastimaba. Al terminar los partidos el asma me agobiaba, ni que decir de esa sensación de ador en la piel de las rodillas. Todos eran amigos entre ellos, parte del equipo, yo no. Ni siquiera estorbo. Cuando había que poner barrera, yo el primero. El dolor de los balonazos en la cara, que primero quitan la sangre de la piel y luego la abotargan de rojo palpitante. Si el balón no tenia suficiente presión, a correr a inflarlo. Esos momentos de soledad con la bomba, aparte del partido, sabiendo que todos me esperaban era mágico, pero al volver tomaban el balón, lo único valioso, y yo a ser defensa. En el gallo/gallina siempre quedaba al final. “¡Tú a la defensa!”. Los delanteros eran buenos. Me arrollaban. Me esforzaba, pero ellos eran más guapos, más fuertes, más grandes, me amedrentaban. Algunos “estrellitas” hasta hablaban bien, con palabras complicadas.  Cada error cometido era recriminado por los otros diez sin piedad alguna. Y tú , claro. No había cabida al error, ellos no perdonaban. Si hacía algo bien, pues el burro que toco la flauta.
Gracias a Dios me fui de casa. Nuca más jugué ni volví a ver o jugar ese estúpido “juego del hombre”. Me dediqué a los deportes individuales, extremos. Mi mente y mi cuerpo eran para hacer otras cosas de mucha mayor importancia. Los juegos de conjunto son para idiotas en el fondo. ¿Qué persona inteligente puede soportar las ordenes de un entrenador? ¿Quien de valía puede soportar jugar un rol supeditado a los demás? Es por eso que nadie se acuerda de los nombres de la selección que gana una medalla o un mundial. Solo se acuerdan de los guapos, de los que en el fondo fueron individualistas y se beneficiaron del contrincante y de sus compañeros. ¿Quién se acuerda de un defensa? En cambio todos saben quien fue el primero en el Everest, o en la luna, o quién es el piloto campeón de formula uno o el mejor tenista. Los nombres en el futbol son para iniciados, para soberbios que quieren aparentar o idiotas que no pueden hablar de otra cosa. Los demás solo sabemos el nombre del país que ganó el ultimo mundial o la última liga. Pero claro, tuve hijos. Ellos, sujetos a la presión de los medios, terminaron por interesarse en el futbol. “Papá, quiero ser parte de la selección de la escuela”, ¿qué decir? No era cosa de truncar sus aspiraciones. Pensé que hacerme el indiferente funcionaría, pero no. Insistieron. No solo iban a entrenar si no que uno termino de medio y otro de delantero. Yo pensé que era síntoma indiscutible de su belleza, pero la verdad es que si daban pases y metían goles. El ambiente era espantoso, padres que proyectaba sus inseguridades en los compañeros de mis hijos, gritaban, se retorcían por los errores cometidos. Vi padres insultando a sus hijos al punto de hacerlos llorar. Patadas al por mayor. Lesiones y golpes, pero ellos las adoraban. Árbitros decadentes gozando con el odio del respetable. Cuando hablé con los sabios que dirigían la escuela les pedí que abrieran disciplinas más personales, escultismo, no sé, deportes de pista. Me contestaron con la muletilla del trabajo en equipo y las habilidades sociales. Así no me quedó más remedio que acompañarlos a los partidos de la liga, a oír mentadas y gritos al por mayor. Ellos me pedían que viéramos partidos de la Champions juntos, festejaban como locos, yo solo los seguí.
Me llevaron al estadio a ver a los locales dar vergüenza y por fin vimos un mundial juntos en la casa. Al final sabía igual que ellos, tenia opinión para cada jugada y jugador. Logré  aprender nombres de jugadores y detalles técnicos del fútbol. Terminé distinguir los diferentes parados del equipo en la cancha y a aquilatar el valor del liderazgo de los capitanes. Entendía  como un delantero jala a la defensa contraria y se la deja al lateral o como filtrar un balón es lo de hoy. La diagonal matona y el contragolpe me llegaron a volver loco. La profundidad de las bandas o el juego de conjunto me eran términos familiares. Grité con ellos cuando metíamos un gol o fallábamos un penalty, pues terminé por hacerme seguidor de su equipo. Lloré el día que ganamos el título. Lo que no te perdonaré es que nunca me sonreíste cuando jugábamos.

miércoles, 9 de enero de 2013

Certezas



Esta certeza de que todo acaba,
de que todo es temporal,
esta,
esta es permanente.
Tan permanente como yo,
o como tu.


lunes, 10 de diciembre de 2012

Empujar.




Siento que la erección es plena. La sangre agolpada no puede circular más por el pene, ya no hay espacio. La rigidez es absoluta, casi dolorosa, causándome un placer muy intenso. Al tocar el exterior de la vagina con la punta siento una humedad cálida que casi me hace eyacular. El pelo rizado y abundante que la cubre apenas me permite verla, rojiza, abriéndose.  Al empujar despacio, pero con fuerza, noto que me penetro. La vagina es mía, se encuentra en la ingle izquierda, al lado de los testículos. El pene sigue firme hacia adelante, sin doblarse, pero por alguna razón física inexplicable regresa y me penetra. El placer es inmenso y largísimo, quedaré embarazado.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Ahí esta el detalle …


Desde el cubículo en el que estoy, en la sala de urgencias, no puedo ver nada que no sea la cortinilla azul que me separa de los demás pacientes. Hecha casi de papel más que de tela y que cuelga desde lo alto, sólo cubre hasta unos dos metros de alto, dejando descubiertos los tres y más metros que hay hasta el techo. Supongo que será para que no veamos más miserias que las propias, pues los sonidos de todos los demás pacientes se cuelan a su antojo. Dentro del mío además del monitor que va marcando mis latidos con un pitido suave pero incisivo se escucha un ronronear  muy ligero del dosificador del suero. Superpuestos a mi monitor oigo tantos otros pitidos latiendo a ritmos diferentes que no puedo decir cuantos pacientes más están por ahí. Algunos de ellos se van alcanzando unos a otros y crean una atmósfera siniestra de angustia. ¿Cuándo vendrá el pitido continuado de un paro o la alarma de una arritmia asistólica? Escucho la voz muy agitada de una mujer:
 - Tiene diabetes, le dieron dos infartos y se hace hemodiálisis cada cuatro días. Anoche se sentía mal, le dolía la cabeza. No habla desde las nueve de la mañana. Ha estado moviendo los ojos y retorciéndose así, como la ve ahora.
“Desde las nueve”, que barbaridad, si son ya las tres de la tarde. Y que retahíla de padecimientos, que mal se oye esto.
 - Señora, ¿me escucha?- pregunta el médico de guardia casi con un grito.
- ¡Hugh!, ¡ah!, - la pobre solo gime, casi muge.
- ¡No habla doctor, ya le digo, desde la mañana!
- ¡Tómeme la mano y apriétemela, señora!
- ¡Mmmmmmm! ¡mmmmmmmmm! ¡puffff! – resuena la señora.
- ¡Ingrésenla al cubículo dos! ¡Canalícenla! ¡Glucosa al seis por ciento!- grita el médico en medio de un silencio roto por todas las máquinas emitiendo pitidos cardiacos, inamovibles ante la grave situación.
- Doctor, ella toma esta medicina, nitroglicerina, cada veinticuatro horas y ya le estaría tocando ahora. Se la receto su doctora de Mexico. ¿Sería conveniente que se la tomara?- dice una voz suave de hombre, que por su tono pienso será, quizá, su yerno.
- Da igual señor, esta inconsciente por la falta de glucosa. ¿cuándo fue la última hemodiálisis?
- Ayer doctor. También se inyecta insulina
- ¡Que barbaridad, eso la va a matar! Un paciente con insuficiencia cardíaca y renal no puede usar insulina. Y la nitroglicerina no sirve para nada. ¿Quién es la doctora esa que me dice?
Que duro que hablen así frente a ella. Pero, claro, esta inconsciente. La voz del hombre suena con cierta distancia emocional, como si no lamentara la situación tan apremiante de la pobre señora, que me imagino muy mayor pero regordeta. El hombre se deshace en justificaciones, que si la doctora no se qué, que si no se cuantos, nada suena convincente. Como si supiera poco en realidad de la enferma.
- ¿Doctor, se repondrá o quedará mal?¿ Será en etapas?
- En cuanto haga efecto la glucosa se pondrá bien – sentencia el doctor.
A mi me parece increíble que se puede reponer así de fácil.
- ¡¿Desde cuando no come?! – pregunta el doctor, como su hubiera descubierto una causa oculta.
- No lo sé.
- Traiga a su hermana, dígale al guardia que yo se lo pedí.
Que manera de desatenderla. Es como si no les importara mucho a estos familiares. ¿Vivirá con ellos?

- ¿Que hago aquí, dónde estoy? – pregunta súbitamente la señora.
- !En el hospital! – dice secamente el doctor.
- ¡Cómo, pero si  soy muy sana!– dice con voz casi infantil.
- ¿Por qué no desayunó ni comió hoy?
- ¡Ay! Ahí esta el detalle …

Vocación.



 - ¿Se siente mejor? – me pregunta la enfermera – . Ya pasó el analgésico por el suero y queda la mitad del antibiótico.

 - Bastante mejor, gracias. Me duele un poco la cabeza. Los ojos me punzan.

- Si, así es esto. ¿No le duele el cuello también?

- Pues si, bastante.

- ¿No le dolerán también los hombros?

- La verdad es que si.

- ¿Le gustaría un masaje?

- Estaría bien –titubeo -. Si, claro.

-  Lástima, el compañero que los hace no vino – sentencia- .